Como si fuera una súbita premonición, aquella noche entre las sábanas había resultado ligeramente fría. En mis ensoñaciones nocturnas, pequeños copillos de nieve caían suavemente sobre una encina a lo lejos, mientras que en mi mente resonaban los versos de un poemilla que escribí hace un tiempo…
Tiñen las nieves el invierno
y el albinegro traje del toro,
calman hoy su carácter fiero,
recio y fuerte cual coloso.
La luz del nuevo día del invernal Enero me despereza y atisbo más claridad de la habitual a través del cristal de mi ventana. No alcanzo a creer lo que mis ojos me brindan, ¡Nieva!. Pronto mi corazón se acelera pensando en mis queridos héroes de blanco y negro que habitan los dominios de La Torre. La agenda de mi móvil se desliza rauda hasta llegar al contacto de un buen amigo que siempre nos agasaja con su exquisita hospitalidad. Pocos minutos después y sosegando nuestra impaciencia, el horizonte del campo charro teñido de blanco puro se convierte en nuestro destino.
Rompemos el virginal silencio de la nevada caída sobre el otrora verde manto de la dehesa. Cada paso que damos hace crujir estruendosamente la nieve bajo nuestros pies. Detenemos nuestro camino para escuchar el silencio. Pronto, a lo lejos el reburdeo seco y ronco del toro bravo nos delata su presencia proclamando su territorio. Desde hace ya varios minutos los caudillos del glaciar en que se ha convertido el campo saben que allí nos encontramos. Como fantasmagóricas siluetas sacadas de una tauromaquia en blanco y negro, los vegavillares de Barcial se muestran sin reservas ante nosotros.
Sentados en la nieve, inmóviles y acongojados por la estampa que contemplamos, rebosante de fuerza y significado para nuestros ojos de aficionado, un suspiro de enamorados se nos escapa.
Retazos negros y remiendos cárdenos se difuminan en el níveo paisaje en que cielo y tierra parecen converger sin lugar a diferencia.
Porque aunque no lo sepamos, no lo apreciemos o ni siquiera lo valoremos, cada uno de estos animales que cada día ventean nuestro amado bosque de quercus milenarios, es un gran tesoro genético. Una joya de incalculable valor en cuyo linaje encierra más de un siglo de alquimia brava.
Más de cien años de anhelos, ilusiones, desvelos y ensoñaciones de generaciones de ganaderos, toreros y aficionados enamorados de los toros de las patas blancas. Una estirpe laureada, idolatrada, cultivada y defendida a capa y espada por un apellido, los Cobaleda; y que hoy, entre las recias encinas de nuestro nevado campo de Salamanca porta su estandarte Don Jesús, el último Cobaleda ganadero de bravo.
Salimos de los predios de La Torre aún asimilando el grandioso privilegio que supone el poder sentir y vivir una mañana en la morada del animal más bello de la creación.
Gracias ahora y siempre a todos y cada uno de los ganaderos que en tiempos tan oscuros y difíciles para la tauromaquia siguen luchando por nuestra afición. En especial a Don Jesús Cobaleda y su familia por la relación especial que nos une.
Ahora y siempre, transmitiendo desde la afición al toro bravo, la verdad del toro en el campo.
Por Adrián Pérez Pérez