A lo lejos se escucha el incesante chirrido de un despertador sonando. Un tímido ápice de luz de los primeros días del veraniego junio despereza mi alma. El amor del mullido colchón y la suavidad de las sábanas me arrulla. Los brazos de Morfeo aún son dueños de mi raciocinio cuando a mi pensamiento se suceden imágenes que, inconscientemente, aun con los ojos cerrados, hacen que dibuje una tímida sonrisa en mi rostro aún ensoñado.
…
A la sombra de los robles y quejigos dos inhiestas garrochas se acunan. Un tropel de cohorte brava desfila a paso ligero por los alares. Ganadero y zagales alegran la comitiva que se encamina hacia el laberinto de puertas, paredes y cordajes en los aledaños del coso. El agua apacigua en la arena los rigores del mediodía en la dehesa, mientras un goteo de peregrinos se congrega extramuros.
Zahones, calzona, camisa, chaleco vaquero, gorra visera y sombrero de ala ancha son hoy traje de auténtica gala en el campo charro. El equino ataviado para la ocasión, junto con su jinete campero curtido en mil y una batallas rompen la inocencia del novel ruedo de la vetusta plaza de tientas de la finca. Entretanto, un dicharachero riojano y un espigado galapagueño de adopción afinan sus instrumentos.
Muñeca y cintura, se prestarán para componer una bella sinfonía para el recuerdo, siguiendo la partitura hoy escrita por los desvelos de afición de un salmantino ganadero, de los de reata añeja y habano en mano, don Alberto Orive.
– “Puerta.”
E inmediatamente la primera brava ya se encuentra en el redondel para, sin saberlo, demostrar su valía en la vida entregándola sin ambages al último rito sacrificial de la cultura moderna, la tauromaquia. Embebida en los trazos de los vuelos del capote de José Ignacio, la animalidad comienza a destilarse convirtiéndose en una danza vital inolvidable. Enfrontilada con el centauro acorazado, desafía la menuda bravía a su enguatado enemigo. A la provocación perpetrada por la voz de su oponente, entrega su aún ignota bravura vertiendo el cáliz del vino de la vida brotando de su piel.
– “Toreadla.”
La seda sustituye al percal. El mimo y la suavidad acarician los belfos de la hembra brava, que entrega su ardiente carácter en cada envite mientras que la rectitud y el magisterio de su tentador infunden ese cariz de hermosura que toda representación artística denota.
– “Vista.”
El primer capítulo en la búsqueda de la indescifrable bravura que alimenta la leyenda de la cría del toro bravo se apaga mientras el prólogo del segundo acto ya se vislumbra tras el portón de los sustos.
El cerrojazo que da suelta a la fiera vuelve a trasladar todas las atenciones hacia el redondel en el que se departían los pareceres sobre el juego de la primera de las reses examinadas en la faena del tentadero. Allí, un genuflexo artista recoge las primeras oleadas de su vivaracha oponente. Temple y mano firme, muñecas inspiradas y que se enroscan con gracia a la cintura, arrancan un pequeño rugido de gusto a los allí presentes, dejando a la hembra colocada en suerte.
Óscar Bernal, campero jinete y espléndido picador tira el palo que, como dardo a la diana, se coloca en la cruz de la becerra testando su bravura.
Un sutil gesto del ganadero a su confidente de Arnedo, y la franela comienza a acariciar con un gusto inigualable las amables embestidas de su combatiente. Cadencioso y enamorado, Diego, el maestro, compone y crea al compás de los oníricos susurros de las musas del toreo. Toreo del caro, del de toda la vida, al que andando con garbo por la cara a la brava, pone broche al segundo acto.
Mientras los toros truenan sus cuitas a la bóveda celeste que nos cobija desde las proximidades del palenque de mampostería, las amorosas brisas de la ilusión de don Alberto empujan las telas del maestro de Usera, protagonista del tercer acto de la composición.
Shhhhhhhhhhhhh, eheeeee…
Shhhhhhhhhhhhh, eheeeee…
Shhhhhhhhhhhhh, eheeeee…
Shhhhhhhhhhhhh, eheeeee…
Y el tintineo de los alamares de la calzona cubierta por el crujido de los zahones camperos colorea la estampa en blanco y negro que cautiva nuestros ojos húmedos de afición.
Bizarría charra y un chulapo capitalino tocado con sombrero de ala ancha… ¡Que delicia!
Empaque, clasicismo, torería, gusto, naturalidad.
¡Qué borrachera de toreo en las muñecas!.
¡Qué idilio de belleza en cada vuelo de su muleta!.
Sonrisas por doquier iluminan como el sol que está en lo alto de los rostros de los pocos privilegiados que allí nos encontramos. Diego Urdiales. ¡Torero!.
Desatado el quinto acto, se ponen revoltosos los vientos de la laguna de La Janda al atravesar nuestro bosque de quercus milenarios revoloteando por las arenas del laboratorio del alquimista de bravura que mora en las tierras de Las Tapias.
Una vez templados los primeros torbellinos de fuego por el percal fucsia del maestro José Ignacio, la pañosa poderosísima de Uceda, junto con su burraca antagonista componen un binomio de emoción y entrega insuperable.
Una coreografía improvisada recreando la lucha inmemorial entre el hombre y la fiera, que aún siendo en la intimidad del campo, se encuentra cargada del mismo fervor que si quien rugiera de pasión fuera la afición venteña. ¡Sublime!.
Entretanto, un maestro nacido en la patria de un eterno maletilla, una vez “vista” la becerra, recuerda su años mozos, su juventud como matador de toros de éxito, paladeando las embestidas de la brava hembra. Único e irrepetible, el maestro José Luis Ramos.
Una vez más el arnedano a la palestra y, de nuevo, no se encuentran palabras para definir su obra por parte de quien se profesa devoto de su toreo, su alma y su arte.
Dos menudos e incansables toreritos llenan ahora el ruedo.
Son dos aficionados de dinastía, los hijos del gran Julio Norte, que hoy han decidido probar su valentía y afición en casa de un hombre bueno, de un ganadero romántico, bohemio e ilusionado, que contempla con rigor y pasión las evoluciones de sus animales desde lo alto de los corrales.
…
De nuevo el tímido ápice de luz me saca de mi ensoñación.
¡Qué caramba!, ¡No era un sueño!.
Al abrir mis ojos me encuentro en pleno campo charro con mi el amor de mi vida agarrándome la mano emocionada como yo, al cobijo de la sombra de un vetusto roble. Allí nos encontramos alrededor de una repleta mesa, en la que los deliciosos manjares elaborados por las cariñosas manos de la gran mujer que comparte desvelos junto con su marido ganadero, continúan colmando de gozo nuestro ser. Mientras degustamos el frugal banquete que alimenta el cuerpo, las palabras, gestos y ademanes que fluyen durante la extensa tertulia, inundan sabrosamente nuestra alma. Momentos únicos e inimaginables compartidos junto a grandiosos aficionados, charlas distendidas que ensanchan el alma con los maestros Luis Miguel Villalpando, José Luis Ramos, José Ignacio Uceda Leal, Diego Urdiales, El Víctor, Óscar Bernal, el gran Julio Norte, y la familia del apreciado ganadero don Alberto Orive.
Este último, que ha permitido que este sueño de una noche de verano se convierta en realidad. Él, el último ganadero valiente del campo charro.
Gracias, ahora y siempre, ganadero y familia. Gracias infinitas.
Por Adrián Pérez Pérez