Verde, malva, azul y blanco. El campo, los chupamieles, el cielo y lo encalado de los muros. En nuestros oídos el próximo traqueteo de las herraduras de un corcel vaquero que se aproxima por el firme terreno del camino que nos ha conducido a lo más hondo de la charrería. Se acerca el jinete percutiendo el tambor del llano con su montura enjaezada y al unísono se encabrita de súbito nuestro corazón de aficionados. Si, al fin, por primera y enamorada vez. Si, en los predios que fuesen de su majestad, al que el añorado Navalón en Abril de 1974 se refiriese como “Una encina en la Maestranza”. Si, donde el maestro de Vitigudino se convirtió en Don Santiago Martín, el ganadero. La emoción nos embriaga, por fin, Traguntía.
Como si de un altar en la crianza del toro verdaderamente bravo se tratase, las blancas edificaciones de la finca lucen puras, como un pergamino virginal en el que sus actuales moradores comienzan a escribir su historia. Cambiando el caballo de carne y hueso por el de hierro y caucho, el vigía de estas tierras nos descubre los secretos de las mismas. Jesús, que ha nacido entre zahones, monturas y atalajes, con el arrullo de los cencerros repiqueteando en los cerrados y el susurro del turreo de los toros bravos en las noches de luna llena, nos muestra su más preciada querencia.
Pertenece a la nueva generación de mayorales del campo charro; pero no de esos a los que el postureo de las redes sociales y el obturador de la cámara nubla el seso, no, él pertenece a esos pocos elegidos criados “al rabo de la vaca” y que conocen a todos sus animales hasta por su sombra.
Suavemente nos deslizamos por el paraíso del toro de lidia que compone nuestro amada dehesa charra.
Pese a encontrarnos en pleno mes de Junio, aún el campo charro conserva los verdores de una bonancible primavera que permite a madres e hijos solazarse gustosos entre los herbazales.
Negro, castaño, colorado y melocotón. Dos guadañas como defensas enarboladas por auténticas maquinas de asedio a cuatro patas.
¡Qué hermosura de animales!
Aquí se encuentran las madres cuyo vientre alberga a los toros más deseados del planeta taurino. Esos que hace una treintena de años un monstruo prometedor, que cambió el bullicio de la ciudad de Madrid por la libertad del campo charro, tuvo la brillante idea de crear.
Un ganadero único que desde hace tres años contempla desde la barrera del amplio Éter el devenir de su creación en manos de su familia con una sonrisa de oreja a oreja, viendo a sus nietos tomar las riendas del camino que él comenzó a escribir para ellos.
La tarde de los últimos días de la fugaz primavera charra languidece tiñendo el cielo con su dorado manto. Los utreros barruntan ya sus últimos meses en el vergel que los vio nacer y guerrean por el liderazgo en la manada, pero pese a su aguerrido carácter, hacen un alto en sus rencillas para posar orgullosos ante la cámara de quien los retrata para la posteridad.
El sol ya se esconde tras la bóveda de nuestro amado bosque de quercus milenarios dibujando siluetas de negrura brava en el áureo horizonte del crepúsculo. Cuan bello espectáculo perpetrado cada tarde en las llanuras de Traguntía.
Esa finca que enamoró a Don Domingo hasta sus últimos días y alberga hoy su tesoro más preciado, los bureles herrados a fuego con su marchamo. Un hierro y un nombre que a sangre y fuego defienden hoy sus más fieles guardeses, Marcos, Domingo y Fran, de la mano de su mayoral Jesús y al amparo de Doña Concepción Hernández Escolar, digna sucesora de su lígrimo padre.
Para quien les escribe, hablar de Traguntía y sus toros es dejar que el corazón dirija la pluma, que la afición desborde el sentimiento y que el amor por el toro, inunde mis párrafos.
Gracias ahora y siempre a su familia, en especial a su nieto Domingo, por abrirnos las puertas de su casa. Don Domingo Hernández, siempre en el recuerdo.
Ahora y siempre seguiremos transmitiendo desde la afición al toro bravo, la verdad del toro en el campo.
Por Adrián Pérez Pérez
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