Memorias de un Emperador.
Ilumina el lozano sol del corazón del florido mayo las tierras de nuestro amado campo de Salamanca. Los rigores de una primavera calurosa y el estío precoz de la meseta española tiñen de ocres tonalidades los horizontes de nuestra mirada. El polvo del camino que nos guía hacia las entrañas de la tradición de la cría del toro bravo en la charrería se arremolina creando pequeños tornados de fiereza que tratan de acariciar el cielo sin conseguirlo, toda una metáfora de vida.
A la vera de la pasión y amor por el toro bravo en el campo, nos sumergimos en nuestro particular safari de bravura por las lomas de Cojos de Robliza. Los troncos de noveles arbolillos sirven de cobijo de los asilvestrados astados moradores del acotado. Sus ojos brillantes como centellas ardientes bajo el abrasador sol, se clavan muy dentro de nosotros. Cada movimiento de los monarcas del campo encoje nuestro alma, atenazándola con la tensión de sentirnos totalmente indefensos ante el estallido inminente de una de las mayores fuerzas de la naturaleza; la cólera de un toro en el campo.
El horizonte más abierto y adehesado se extiende a nuestro alrededor mientras seguimos atravesando cercados y cancelas relajando el abrupto galope de nuestro corazón en el pecho. Volviéndose hacia nosotros, como un niño ingenuo que campa por el patio de su recreo, un recuerdo vivo del emperador Don Graciliano nos mira con condescendencia.
Él y sus negros y entrepelados hermanos, son los últimos legajos de las escrituras de la bravura inmortal que Don Graciliano Pérez Tabernero firmó sobre las llanuras de Matilla, antes de emprender su viaje hacia la eternidad para formar parte del olimpo de soñadores de embestidas inolvidables.
Al amor de centenarias encinas que plagan la tierra que pisamos, grácil como un cervatillo, curioso como un conejillo pero desafiante como un león en la sabana, una ensoñación sacada de las brumas del alambique del Mago de Campocerrado se presenta ante nuestros ojos. Nadie dice nada, el revoloteo de los pajarillos y el canto de las cigarras ponen banda sonora a tan idílico momento para quien lo retrató y para quien hoy lo transcribe de su puño y letra.
Sus hermanos lo respetan y un halo místico lo envuelve, quizá por lo añejo de su linaje, quizá por portar en la solana el anagrama que identifica a los toros de galope interminable de Doña María Cascón. La matriarca de los guardeses de este paraíso cuida con celo sus atas junto a los negros toros de afilado perfil, ojos vivos e imponente arboladura, herrados con la N del añorado Don Juan Luis Fraile y Martín.
Nos encontramos ahora en la fortaleza de la ganadería, donde una docena de apolíneos astados velan armas para su próximo combate en las arenas del capitalino anfiteatro venteño. Las palabras sobran para describir tantísima belleza.
Las voces de las madres del sueño que habita cada día las tierras de Cojos retumban en lo más hondo del interior de nuestro abovedado bosque de quercus milenarios llamando a sus recentales para, juntos, perderse en la inmensidad del edén de rugosas cortezas que compone el perpetuo santuario de la dehesa charra.
Helios se esconde ya tras el horizonte cuando penetramos, no sin congoja, en el sancta sanctorum de la ganadería.
La mampostería de los muros, dolorida y resquebrajada por el azote del hirviente carácter de sus cornúpetas moradores durante sus reyertas nocturnas, encierra los tesoros e ilusiones de la casa.
Los zaínos ojos del mohíno toro, encendidos como candela enamoran el alma del aficionado.
Su maciza musculatura y titánica fuerza serían capaces de hacer temblar hasta las mismísimas murallas de la vieja Troya. Aquí, el legado del Emperador de los Ganaderos, el legado de Don Graciliano bajo el prisma de Don Juan Luis, toma sentido.
¡Larga vida al toro bravo! ¡Larga vida, Señor ganadero!
Con el dios sol despidiéndose de su amada luna, Zeus -en forma de toro en la tierra- pone por testigo y guardiana a la Ermita de la Virgen de los Remedios que, mientras exista en Cojos de Robliza un animal bravo y un hombre valiente, la tauromaquia verdadera seguirá viva.
La tarde languidece lentamente tiñendo con el áureo manto de su crepúsculo y colmando de una belleza sin parangón el horizonte de nuestra amada dehesa.
Mientras tanto, Linejo y San Fernando siguen impertérritas encerrando y escribiendo su historia; pero eso, ya os lo contaremos a su debido tiempo y siempre, desde la afición al toro bravo.
Por Adrián Pérez Pérez
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