Comienza a languidecer una tarde de los primeros días del primaveral mes de mayo en Salamanca. Bañado por los amables rayos del crepúsculo, recorro un caminito largo sin apenas curvas. El firme cuidado, la ausencia de polvo por las recientes lluvias y ambas ventanillas bajadas dejan que el suave frescor del ambiente acaricie mi cara. A ambos lados del sendero comienzan a tupirse los carrascos hasta componer un precioso abovedado de quercus milenarios tras el que se esconde la verdadera esencia del campo charro.
Detengo mi camino bajo la sombra de la cúpula del bosque charro. Tornando la llave que apacigua el ronco ronroneo del motor de mi todoterreno, la naturaleza de la dehesa bulle con alegría en mis oídos. Los gorriones trinan sin descanso, los jilgueros revolotean por doquier, las palomas torcaces ululan desde las encinas, las perdices cortejan a sus apuestas parejas y las esquilas de las ovejas castellanas tintinean grácilmente a lo lejos.
Me siento entre los jaramagos de la cuneta del camino para paladear cada acorde de la armonía de sonidos del campo. Cierro mis ojos inundando mi ser con el olor a hierba fresca, a tréboles, a amapolas, margaritas y chupamieles en flor amados por el incesante zumbido de las abejas recolectando su néctar. Pleno de éxtasis de la comunión primaveral entre la dehesa y sus moradores esbozo una inocente sonrisa muda.
De repente, un cavernoso grito de animalidad rasga la oda primaveral de las avecillas de la charrería. El rugido de un león con zaíno traje de negrura coronado por dos guadañas de verdugo estremece el cerrado.
El reburdeo bronco y perpetuo retumba entre los troncos de los quercus de la dehesa y se suceden los clarines de guerra, el “piteo” del burel pidiendo pelea, provocando al usurpador de su feudo, se aproxima sin remedio.
Un escalofrío súbito de miedo ancestral a la bestia salvaje recorre mi espalda y exalta mi alma.
De inmediato abro mis ojos que se quedan fijos, hipnotizados y sin pestañear. Allí, frente a mí, a escasos pasos, se encuentra el caudillo del campo bravo, el rey de la dehesa charra, el Dios toro en la tierra que me observa, me analiza y mira directamente a los ojos.
Sus negros ojos me atraviesan proyectando en lo más profundo de mi ser su fuerza, su hirviente carácter, su ardiente bravura, su amor por su hogar, por la dehesa, y el orgullo de su linaje, su estirpe brava, el legado ancestral de la tauromaquia milenaria.
Una vez más una tempestad de afición, un torrente de ilusión recorre mi ser. Una vez más nos sentimos de nuevo enamorados, perturbados por la belleza del más hermoso binomio del arte, el toro bravo y la dehesa charra.
Ahora y siempre, Desde la Afición al Toro Bravo transmitiendo la verdad del toro bravo en el campo.
Por Adrián Pérez Pérez
2 Comments
Precioso.
Muchas gracias Olivier, un placer poder complacer tu afición por este encaste a través de nuestra web. Un abrazo.