Llegados los primeros albores de la primavera charra, allende los muros de la primitiva Helmantica, al otro lado de la rivera del Tormes, comienza a percibirse el eco vespertino de los cantos de guerra provenientes de los zainos infantes de bravura que moran los encinares de la charrería.
Dejamos atrás el barrio de los “Buenos Aires” y la urbe salmantina en pos de la taurinísima Matilla de los Caños. Tras breves minutos de camino por nuestro amado bosque de quercus milenarios, dos blancos pretiles nos advierten de que nos hallamos en nuestro destino. Pronto, las siluetas de los moradores de El Vecino nos reciben dándonos la bienvenida.
Un batallón de aceradas bayonetas se recorta en el horizonte. El silencio de la tarde soleada de mayo se trunca con el clamor de las maniobras de un ejército bravo. Un terremoto de fiereza estremece el cercado de los toros de saca. El eco del retumbar de las pezuñas en el tambor del llano acongoja los adentros del hombre.
Helios, el retoño de Hiperión y Tea irradia con sus rayos las muertes coronadas de quienes habitan estos pagos. Palas blancas como el nácar y pitones negros como el carbón de las entrañas de la tierra se vislumbran. Cual férreo guardián de su feudo enarbola el cuatreño sus guadañas de acerado filo, de esas que no dudarán en arrebatar el aliento a quien ose desafiarlas, y que, hoy en día son rara avis en nuestra amada tauromaquia.
Zaínos, burracos, carboneros y entrepelados bureles de astracanados morrillos e imponentes hechuras nos contemplan en la lejanía. Obras de orfebrería esculpidas con el cincel de la afición y que conservan la reciedumbre de sus artesanos criadores. Bureles de atezados ojos que denotan el fuego de su carácter y la bizarra estirpe de la que provienen.
Bravos adalides descendientes de aquellos que destilara en su alambique el genial ganadero de Botoa, y que pertenecieron a quien el añorado don Alfonso escribió aquella célebre crónica “una encina en la Maestranza”, don Santiago Martín “El Viti”. Siluetas de la ilusión de la familia Hernández Jiménez por volver a reverdecer los laureles pasados y tornar a ser aquellos criadores antaño tan cotizados por la afición venteña.
Hoy, Jesús y Gabriel cuidan, perseveran y guardan con celo en El Vecino su idea de tauromaquia; esa en la que el toro es idolatrado sobremanera desde su nacimiento hasta su muerte en el albero siendo protagonista de la más bella de las artes, creando estelas de bravura inmortal que se marcarán a fuego en la retina de los aficionados.
Se pone el sol en las lomas de El Vecino y, con él, se retiran los reyes de nuestra dehesa charra.
Una tarde más el alma del hombre vuelve plena de satisfacción, llena de alegría, henchida de afición por saber que aún quedan ganaderos valientes y románticos, de esos que viven la vida Desde la Afición al Toro Bravo.
Siempre estaremos agradecidos a todas y cada una de las personas que nos ayudaron en nuestros primeros pasos.
Texto: Adrián Pérez Pérez
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